martes, 24 de enero de 2012

La mejor noche de sexo jamás contada

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Fue una noche de amor como una sinfonía.

Ya no eran sólo un hombre y una mujer que se amaban, sino todos los hombres y todas las mujeres de todos los tiempos, de toda la tierra, decidiendo agotar la voluptuosidad. Como si esos dos hubiesen esperado demasiado tiempo, imaginando demasiado a menudo, y se ofreciesen, por fin, un ballet de todos los sentidos.

El beso de uno llamaba al beso del otro. Salía de la boca de Gary para llenar la boca de Hortense que lo aspiraba, lo probaba, inventaba otro beso, después otro y otro y Gary, asombrado, desarmado, fortalecido, respondía encendiendo otro fuego con otro beso. Un coro de duendes que los arrastraba, los enardecían. Hortense, deslumbrada, olvidaba todas sus estrategias, sus trampas para atrapar al hombre por el cuello, y se dejaba llevar por el placer. Susurraban, sonreían, se enredaban, mezclaban sus cuerpos, empuñaban el pelo del otro para aspirar un poco de aire, hundiéndose de nuevo, se retomaban, se desprendían, suspiraban, volvían a los labios deseados, los probaban de nuevo, reían, maravillados, hundían los dientes en la carne tierna, mordían, gruñían, volvían a morder, y después retrocedían para desafiarse de nuevo y afrontar el siguiente asalto. No sólo se abrazaban, se incitaban, se azuzaban, se lanzaban pavesas y llamas, respondían en canon, se separaban, se volvían a juntar, se debilitaban, escapaban, volvían a juntarse. Silencios y suspiros, brasas y besos, llamas y estremecimientos. Cada beso era distinto como una nota suelta, cada beso abría una puerta sobre una nueva voluptuosidad.

Hortense se retorcía, perdía la cabeza, perdía el equilibrio, ya no controlaba nada, repetía ¿así que es eso? Otra vez, otra vez, ¡oh, Gary! Si supieras…, y él contestaba espera, espera, es tan bueno esperar y ni él podía esperar… Entonces le pellizcaba el seno, primero con ternura, como si la amase con un amor respetuoso y tembloroso, casi religioso, y después con más violencia, como si fuese a tomarla con un solo golpe de cadera, con un solo mandoble, y ella se tensaba contra él, protestaba diciendo me haces daño, y él paraba, preguntaba con seriedad, casi frialdad, ¿me paro, me paro? Y ella gritaba ¡oh, no!, ¡oh, no! Es que no sabía, no sabía, y continuaba con sus escalas sobre el largo cuerpo arremolinado contra él como una serpiente y que recorría con los dedos, sobre el que interpretaba todas las notas, todos los acordes, todas las variaciones y la música montaba en él, cantaba paseando su boca, sus manos sobre ellas hasta que se rindió y suplicó tómame ahora, ahora, inmediatamente…

Él se soltaba, caía a un lado, la observaba y decía simplemente no, mi bella Hortense, demasiado fácil, demasiado fácil… Hay que prolongar el placer, si no se desvanece y es demasiado triste. Ella le golpeaba con las caderas, intentaba atraparle con el lazo de su cintura, no, no, decía Gary volviendo a sus escalas, do, re, mi, fa, sol, la, si, do, paseando los labios sobre sus labios, mojándolos, separándolos con su lengua, mordisqueándolos, deslizando palabras y órdenes, y ella olvidaba todo…

Su cabeza iba a estallar. Sentía ganas de gritar, pero él le tapaba la boca y ordenaba: cállate. Y el tono de su voz, ese tono duro, casi impersonal, hacía que retorciese más y olvidaba todas las viejas recetas que conocía, las que volvían locos a los hombres, les desencajaban el rostro, les cortaban las ganas de resistirse, y caían, prisioneros, en sus redes.

Se convertía en novicia. Pura y temblorosa. Se convertía en rehén. Atada de pies y manos. Una vocecita en su cabeza repetía atención, peligro, atención, peligro, vas a perderte en esos brazos, ella le hacía callar hundiendo sus uñas en el cuello de Gary, prefería morir antes de no sentir ese escalofrío que llevaba directamente al cielo o al infierno, ¡qué importa! Pero es ahí donde quiero estar, en sus brazos, en sus brazos. […]

Atados de brazos. En cuerpo y alma. Hasta perder la cabeza. Rozarse para encadenarse. Cerrar los ojos bajo un ardor que quema. Devorarse como enloquecidos, fanáticos, rabiosos y dejarse flotar, ebrios de felicidad, en una bruma de placer, rozándose las yemas de los dedos que buscaban atrapar la orilla…

Así que era eso… Así que era eso…

“Las ardillas de Central Park están tristes los lunes”

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